Cuando empezó el año me fijé una meta literaria: clásicos y autores uruguayos. Ya les adelanto que vengo fracasando de forma violenta y estrepitosa. Entre mis autores uruguayos pendientes figuraban Benedetti y Galeano, tal vez de los dos escritores uruguayos más importantes del siglo XX y de más renombre en América Latina. Así que allá, por principios de abril, tomé prestado de la biblioteca de mi prima un libro de Benedetti y solo lo hice porque se trataba de él. No conocía el libro ni la trama ni nada y como me viene sucediendo con las lecturas nuevas, me sorprendí.
La tregua de Mario Benedetti es una belleza. En serio, léanla. Una belleza. Escrita en 1959, nos cuenta la historia de Martín Santomé, un hombre de cuarenta y nueve años que está al borde de la jubilación. El libro es, en realidad, el diario que Martín lleva durante el transcurso de un año, desde que empieza los trámites de jubilación hasta el momento en que se hace efectiva. Como tal, el libro nos muestra los pensamientos más honestos, divertidos, grotescos y desalmados de nuestro personaje, lo que termina siendo un soliloquio bastante profundo con ciertos momentos filosóficos que son de lo más interesantes.
Martín quedó viudo a temprana edad y tuvo que afrontar la crianza de sus tres hijos solo, así que nos terminamos enterando, de una manera u otra, cómo fueron esos años, qué es lo que él considera que hizo mal con sus hijos y qué es lo que considera que está mal en él. Los cuatros, tanto el padre como los hijos, terminan teniendo problemas entre sí y eso me pareció muy real. Asimismo, los pensamientos de nuestro personaje hacia sus hijos son tan honestos y descarnados que a veces duelen. En lo personal, me molestó muchísimo la reacción que tiene al enterarse que Jaime, uno de sus hijos, es gay. Sí, entiendo que son los finales de los cincuenta, pero no deja de molestarme la situación. Palabras como «enfermedad», «desviación» salen a la luz y me molesta y duele.
Sin embargo, la historia principal es una historia de amor. A poco tiempo de empezar el diario, aparece Laura Avellaneda, la única mujer de una nueva camada de empleados que empieza a trabajar en el mismo departamento donde él trabaja. No crean que es un amor a primera vista. Ni a segunda, a decir verdad. O tercera, para ser justa. No, por supuesto que no, Benedetti es mucho mejor que eso. Fue un amor que sorprendió a nuestro personaje y de a poco, demasiado tímidamente comienza una historia de amor que, sin dudarlo demasiado, es de lo más tierno que he leído jamás, del tipo de amor puro y sincero del que ya no se lee. Una auténtica belleza. Avellaneda se vuelve el motor en la vida de Santomé que, después de tantos años, lo hace sentir vivo nuevamente.
Antes de la aparición de este personaje, Martín vivía sus días entre el hartazgo de la cotidianidad en el trabajo y en su propio hogar, en donde no la pasa bien porque la relación con sus hijos es, por lo menos, tirante. En definitiva, hasta el momento en que Avellaneda aparece, Martín es un infeliz con todas las letras. Transita por la vida sin vivirla realmente. El mensaje que se esconde debajo, la idea de que el amor puede despertar cualquier letargo y hacer feliz hasta al hombre más gris, me parece maravilloso.
Aunque, por supuesto, no es que todo sea rosa entre los dos. Martín tiene pegas, simplemente porque Avellaneda tiene veinticinco años. Le dobla en edad y aunque ella le corresponde, hay un debate moral bastante curioso. ¿Qué va a pasar conmigo en diez años? ¿Acaso ella seguirá a mi lado cuando tenga setenta? ¿Acaso se enamorará de un hombre más joven que yo? ¿Acaso esto será un gran fracaso? ¿Terminaré arriesgándome por un amor que no dará buenos frutos? Las dudas de Santomé son tan sinceras, y de cierta forma válidas, que es imposible no empatizar con él.
Por otro lado, me parece muy interesante el paso del tiempo y cómo Benedetti lo lleva en la novela. El propio Martín nos dice que con su primer esposa, Isabel, era todo fuego, que tenían sus diferencias pero que las arreglaban en la cama y que, de hecho, aunque no recordaba con precisión su rostro, sus manos recordaban la textura de su piel y sus curvas. Con Avellanada, porque raramente la nombra como Laura, la relación es completamente diferente. Ya cerca de los cincuenta, Santomé necesita otras cosas: conversación, compañía, gustos en común. Y sí, por supuesto que tenían relaciones sexuales, pero el personaje las describe bien diferente a las que tenía con su esposa, lo que evidencia el paso del tiempo y la templanza que uno incorpora con los años. En definitiva, Benedetti nos regala una historia sobre el amor maduro y, repito, me parece una belleza.
El tiempo y su paso también se ve reflejado en la prisa que tiene el personaje por vivir, por explotar al máximo el tiempo que tiene con Avellaneda, aprovechar esa segunda oportunidad que le dio la vida, esa tregua que le dio tras tanto sufrimiento. ¿Acaso Avellaneda es una tregua que Dios le dio por haberle quitado a su esposa? Las reflexiones al respecto son realmente preciosas.
Solo voy a decirles que el final, por inesperado y dramático, me llenó los ojos de lágrimas.
Algo que realmente me encantó es reconocer mi propia ciudad al leer. La historia se sitúa en Montevideo, Uruguay, la ciudad en la que vivo. Es la primera vez que leo un libro que transcurre en Montevideo (si sacamos los libros obligatorios del liceo) y reconocer los lugares, las calles, las esquinas donde se encuentran Martín y Avellaneda me pareció entre extraño y maravilloso, lo que le dio un toque extra de lo más especial.
Este libro es de lectura obligatoria, considerado uno de los clásicos latinoamericanos, además. Es de esos libros que se graban a fuego en el corazón de uno. De lectura fácil, con palabras simples y con un ritmo sincero, con una historia con la que fácilmente uno se puede identificar, sobre todo por el letargo en el que a veces nos sumimos, me pareció soberbio y maravilloso. De una profundidad filosófica extraordinaria que no solo hace empatizar con los personajes sino también que obliga a pensar. Por todo esto y porque creo que tiene la frase de amor más linda que he leído en la vida, le doy cinco estrellas de cinco.
Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor (Benedetti, 1960: 156)